Artículo de José Luis Ruz Márquez publicado en el periódico Diario de Almería de 30 de noviembre de 2020. Ilustración del autor.
"Almería, primavera de 1931. Vestidito de Escuela de Artes yace el edificio del Instituto Celia Viñas en su cuna cuando alguien se acerca y sin miramiento alguno, le arranca la corona de su escudo, la de la monarquía de Alfonso XIII que aprobó y realizó su proyecto. Al poco vuelve el agresor y le encasqueta una corona republicana al escudo del rey. Y quedó para quitar los espejos: horrible, como si a un obispo vestido de pontifical le calaran un sombrero cordobés. Dos cosas incompatibles unidas por un tonto para que, juntas, hicieran el ridículo. Y en eso siguen.
Y del tonto al malo. La segunda agresión, el obús con el que la escuadra alemana le saludó el amanecer del 31 de mayo de 1937 reventándole el laboratorio y las ventanas de la última planta.
Y del malo al cerrado. La tercera fue en los años 80: el enrejado de los bajos por la seguridad decían, entiendo que de asegurarse víctimas en caso de evacuación.
Ahora sufre la cuarta agresión: el ascensor y la rampa de discapacitados, mejora doble y agridulce: buena de fondo, mala de forma. Aunque la cirugía para el ascensor produce graves heridas, no son estas, por interiores, muy agresivas en lo estético. Al contrario de lo que acontece con la intervención en el exterior; una cirugía que no quita sino pone, causándole un daño significativo a la portada monumental del edificio, al añadirse una sólida escalera adelantada que elimina el primer tramo de escalinata, recibe la rampa de acceso y acaba enterrando a la vista las basas de sus columnas.
Una actuación que debería ser de acero y vidrio para aligerarla de "peso", hacerla "transparente" para que parezca que no está; y si está que parezca provisional, como las terrazas cerradas en los bloques de pisos: con aluminio, madera, cristal y una fe infinita en ser eternas.
No voy a decir que como sorber y soplar, pero compaginar estética con funcionalidad siempre ha constituido un reto de aupa para el proyectista y quizás por ello haya sido inevitable una actuación como esta; puede ser… pero aún así me resisto a aceptar como única solución la de la puerta principal y no la del patio o la de la Rambla, en donde la agresión hubiera pasado casi desapercibida, que es la primera obligación de todo parche. Quiero creer que alguno de estos dos males menores habría sido, eso sí a regañadientes, el aceptado por el arquitecto creador.
Nacido en Valladolid en 1878, Joaquin Rojí y López-Calvo marchó a Filipinas dónde había sido destinado en 1883 su padre Alejandro Roji, ingeniero militar quien con la ayuda del gran maestre Morayta, sembró de logias masónicas la isla de Luzón.
Inclinado al arte desde la niñez, a su regreso de la colonia en 1893 trajo una abultada colección de dibujos costumbristas y de paisajes, en cuyos temas continuó en Madrid, llegando a concurrir a la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1899, cuando era alumno de su Escuela de Pintura y de la Superior de Arquitectura en la que se tituló en 1901.
Si caer en la pintura es un riesgo en el que está siempre un arquitecto, lo contrario es una rareza; pero eso fue lo que ocurrió con nuestro artista: del caballete pasó a la mesa de proyectos. En buena hora. De pintor mediocre a arquitecto de fuste, ecléctico, barroco, modernista… y siempre excelente y ahí está su premiada obra para acreditarlo. La mayor parte de ella en la villa y corte, siendo su creación más conocida la Embajada de Italia, primitivo palacio del marqués de Amboage, un opulento indiano que le encargó también el edificio Plus Ultra, en la plaza de las Cortes, y el de Canalejas 6.
Su labor en Madrid no le impidió, como a las compañías de teatro, hacer sus giras por provincias, de las que surgieron obras tales como el edificio del instituto de Pontevedra y el de nuestra Escuela de Artes y Oficios, el cual anduvo como tal un par de décadas hasta que en 1951 fue esta trasladada en intercambio con el Instituto, al convento de los Dominicos, pasando así a ser Instituto Nacional de Bachillerato, luego Celia Viñas y ahora "El Celia", para los que tutean y no leen a la célebre poetisa.
Por el testimonio de la familia de Carlos López Redondo, director de la Escuela de Artes de Almería, buen pintor y pieza fundamental del proyecto, me consta el ser la nuestra una de las obras preferidas del arquitecto y de ahí su seguimiento jamás delegado, sus visitas durante los ocho años de construcción, con más frecuencia de lo deseado por el contratista Joaquín López y por el herrero Salvador Carmona, cuyos nietos aún recuerdan, de haberlo oído en casa, la desazón que les producía la noticia de su llegada.
En 1930, a los veinte años de haber sido proyectada, se concluyó la obra y el 30 de noviembre de 1931 tuvo lugar su inauguración, vergonzante por la miseria de los políticos, ocupados en cambiar coronas por medallas. A los tres meses su creador se fue de Madrid al cielo el 3 de marzo de 1932. Y ahora van tras él otros trozos de su querida obra. Mi pésame, arquitecto Rojí."
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