Se indispuso el maestro y fui yo el encargado de enseñarle la Alpujarra a la que accedimos río Andarax arriba, por Fondón, Laujar... como descanso de curvas nos detuvimos en el mirador de uno de sus pueblos y contemplando el paisaje andábamos cuando siento un golpecito en la espalda, me vuelvo y un hombre me dice -¿Qué hacemos por aquí? No lo conocía y pensé que él a mí tampoco, que era el clásico desocupado tratando de pegar hebra, pero no tardó en preguntar -¿Como es que no ha venido don Jesús? Entonces le presenté la señora como concertista de guitarra y pronto traté de despedirme.
-De irse nada. ¡A mi casa!
Bueno, pues allá que fuimos. La casa era una joya; tenía un mirador como el que acabábamos de dejar pero con la acogida de lo privado, sombra de parra, mecedoras de lona y un puñado de parientes, un balcón privilegiado sobre la Alpujarra mitad almeriense, mitad granaína y enteramente grandiosa.
El ama de la casa, mujer afable y simpática, en un santiamén sacó vino, sacó jamón y me sacó el tema de la pintura, que por su marido supo que yo pintaba y allá que me dió una vuelta por pasillos y habitaciones mostrándome sus obras: figuras pocas y deformes, y vengan flores con fondo negro, malpintadas al óleo sobre soportes caprichosos, redondos, ovalados y hasta uno con pinta de pentágono irregular, con planta de ataud.
El hombre me preguntó por Perceval, dejó ver su admiración por él y no tardó nada en dirigirse a la señora:
-¿Entonces es usted concertista de guitarra?
- Pues sí, lo soy.
Para qué le habría yo dicho nada. Se pierde por un pasillo para reaparecer con una guitarra cogida del cuello y lo que, a escondidas de la señora me venía pidiendo que le dijera, que tocara, ahora se lo ordena a ella:
-!Tiene usted que tocar algo! La mujer se excusó con aquello de llevar largo tiempo sin practicar, pero no cejaba aquel hombre en el empeño y continuamente le hacía el gesto de entregarle la guitarra. Yo estaba violento con la situación y notaba que ella también y empecé a arrepentirme de la hora en que decidí enseñar la Alpujarra desde de aquel pueblo.
Ante tanta insistencia doña Rosario toma la guitarra, la templa e inicia el toque con una pose elegante reforzada por su piel fina y blanca que a mí me recordaba los cuadros de Álvarez de Sotomayor, y aquí tuve un tanto de adivino, al saber luego por su hija Elisa que aquel artista la había retratado al óleo en su juventud.
Desde mi desconocimiento se me antojaba un minué… era algo leve, lo equivalente al apunte en la pintura, y que sonó a gloria el poco tiempo que duró. No se habían parado las palmas en aquel improvisado auditorio cuando aquel hombre se pone en pie, coge la guitarra y dice en voz alta -¡Yo también toco! Como si después de haber dado Goya unas pinceladas de maestro hubiera salido el aprendiz de pintor que se las rogó anunciando sus brochazos con un "¡yo también pinto!"
Y al tiempo que inicia el toque, anuncia la pieza: ¡El vals del cura! Y aquella artista entre sorprendida e incrédula oye imperturbable desde su elegancia a aquel espontáneo; de vez en cuando me miraba con ojos de pedir socorro... no sé si es por que le sobraban dedos o por que los administraba mal, pero el caso es que a mí me parecía desde mi ignorancia musical estar oyendo una cosa atropellada, que sonaba a vals y pasodoble y a ratos tango.
Despedida y agradecimiento, carretera y manta. Ya en el coche aquella artista exclama como pensando en alto: -¡El vals del cura… qué barbaridad! Nos adentramos más en la Alpujarra y fue llegar a Ugíjar, su vieja capital, y otra vez; luego en Berja y finalmente en Almería, ya a las puertas del hotel, ¡El vals del cura... qué barbaridad!
Estaba claro que aquel alpujarreño de guitarra osada había sorprendido a la concertista, como creo que a ella le impactó también aquel recibimiento acogedor, todo un privilegio, pues no suele ser frecuente que en los viajes turísticos te abran los indígenas las puertas de sus casas, te den vino y jamón y concierto por añadidura. La verdad es que no fue para arrepentirse la parada en aquel mirador.
Quiero pensar que la ilustre guitarrista habría sumado esta actuación al archivo de sus conciertos de haberlo formado. De ser así hoy estará donado -tal como ocurre con su magnífica colección de música impresa- como fondo al conservatorio de Castilla La Mancha "Jacinto Guerrero" en el que fue profesora de guitarra.
A la mañana siguiente tomé café con mi amigo Manolo del Águila, músico y poeta de fuste, le referí el suceso y resultó que conocía a aquella pareja. Vi el cielo abierto. Tenía ante mí a quien me podría aclarar el grado de pericia del tocador del Vals del Cura, de aquella barbaridad de vals que más que sonar chirrió en el oído sensible de la concertista.
Desde mi desconocimiento sobre la música siempre me ha parecido milagroso el juntar notas con el mínimo resultado de que acabe pareciendo algo, por lo que siempre me pregunto por el nivel del ejecutor; ahora se me había presentado la ocasión de que un entendido me precisara la calidad de un guitarrista al que ambos habíamos oído tocar.
Le pregunté por el nivel de su toque que yo intuía malo pero podía ser peor y aún pésimo... y Manolo lejos de llenarme de razones técnicas, de explicaciones extensas, sirviéndose de una pregunta me dió una respuesta tan breve como inteligente:
-¿Viste los cuadros de la mujer?
-Sí.
-¡Pues él toca como ella pinta!
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