EL PALACIO DE LA CALLE INFANTA
Artículo de José Luis Ruz Márquez publicado en el periódico Diario de Almería de 7 de marzo de 2021."Es frecuente ver en la calle Infanta turistas ante el palacio que acaban de descubrir camuflado y semioculto por árboles destartalados… cejas fruñidas en busca de información, se encuentran con un letrero, oficial y cicatero, diciéndoles "qué e lo que e", pero ni pío sobre lo que fue y de ahí su comentario: "sí, ya... Archivo Histórico Provincial… pero esto sería otra cosa"
¡Pues claro! Pero no me voy a poner a informar a tontas y a locas -con perdón- a quienes no me lo piden; usted tampoco lo ha hecho pero entiendo que cuando va ya por esta línea del artículo es que quiere que le cuente algo. Y a eso voy. Allí estuvo la casa del Gobierno hasta que fue convertida en la de ahora por el arquitecto Trinidad Cuartara en 1892 para palacio de don Francisco Jover y Tovar, tercera generación de una saga de comerciantes a gran escala que nació con Fernando VII, anduvo a gatas con Isabel II y creció con ella y con sus Alfonso, XII y XIII niño.
Don Francisco había casado con doña Melania Jouffroy d'Abbans, una condesa francesa nieta del inventor del barco de vapor, a la que se le hacían en Almería los días largos y sobre todo las muchas noches en las que el marido planeaba en junta sus estrategias comerciales; arreciaba entonces el aburrimiento y allá que se iba a la casa de don Juan del Moral y doña María de Perceval en la calle del Cid hoy Eduardo Pérez. Su llegada la anunciaban unos leves toques de nudillos sobre el portón seguidos de su anuncio: ¡Je suis Mèlanie! en una voz dulce, casi imperceptible, que le abría la puerta de inmediato pues era, con su español perfecto de fondo y galo de forma, una mujer de mundo, inteligente, guapa y divertidísima.
Se le quedaron pequeños los grandes negocios de siempre, la minería, la uva, la exportación, la banca... y fiado en sus éxitos don Francisco acudió a novedades y con ellas a fianzas millonarias y al final ocurrió lo inevitable: la caída, simbolizada por el negocio del alambre de parral, una exclusiva que acabó llevando a pique la nave de sus negocios.
Y ya saben lo que suele ocurrir cuando comienza el barco a hundirse, la señora condesa cogió a sus dos hijos, Pedro y Francisco, y se fue a la francesa, sin despedirse de nadie, si acaso de su marido, eso sí, en su voz dulce y casi imperceptible de siempre: "¡au revoir cher François!"
La espalda de su mujer representaba la de la sociedad almeriense; se acabaron las adulaciones, los coches de caballos de tiros largos, los bailes y agasajos. Atrás quedaron los invitados en el palacio y en la hermosa finca de Gatuna, aún sobre Alhama camino de Roquetas, lejos el mecenazgo a los poetas, a los pintores Giuliani y Bedmar...
Lejísimas las visitas con grandes de la corte, de su hermano don Pedro Jover, diplomático y gentilhombre, del que se decía que por ser algo más que secretario de la Infanta Eulalia de Borbón, la más pequeña, guapa y rebelde de las hijas de Isabel II, fue ahogado en alta mar en 1901 cuando venía de delimitar Río Muni, germen de la Guinea Española hoy Ecuatorial y desastrosa.
Cuerpo al mar, en alma lo trajeron las olas
para ejercer de calle postinera en Almería, zombi ilustre con un tiro en la sien que nunca sabremos si fue suyo, como quería lo oficial, o regalo ajeno; no parecía hombre de quitarse así los problemas y eso creyó siempre su hermano don Francisco quien predicó con el ejemplo de su entereza cuando llegaron las subastas de sus cortijos, de sus casas, entre ellas esta, su palacio, que pasó por el trance de verse desnudar en público por la venta en almoneda de su esplendoroso mobiliario, de sus buenísimos cuadros y esculturas, de su impresionante librería...
Él se mudó a vivir enfrente, en uno de sus almacenes -"3, rue de l'Infante" que escribiría su Mèlanie- y allí moró, invisible a los ojos de los que en tiempos se dijeron sus amigos, a los de la ciudad y la política que lo usaron de abogado, alcalde, diputado a Cortes, consejero del banco de España, conseguidor en Madrid... Solo unos pocos le tendieron la mano: don Juan del Moral Almansa, aún perdidas las fincas con las que avaló, le nombró comensal perpetuo a su mesa y aunque él acudió los primeros días pronto dejó de hacerlo en atención a su orgullo, permitiendo tan solo que en la discreción de la noche una criada le llevara la cena de casa.
Al poco fue a vivir a una casa del Muelle salvada de la quema y allí se dedicó a escribir, muy bien por cierto, sobre Almería en revistas locales y nacionales. Cronista de la ciudad, académico de la Real de la Historia, caballero de las órdenes de Isabel la Católica y Leopoldo de Bélgica… los negocios ya en el olvido, en 1922 murió don Francisco y con él estos Jover de origen catalán llegados a Almería vía Gibraltar como Los Coloraos y, como ellos, liberales aunque con un siglo de suerte.
Su palacio se tornó residencia de ancianas, eso sí, distinguidas, en una época en la que si había clases hasta en los entierros ¿como no las iba a haber en las vísperas? Autorizadas a llevarse mascota y aún algún mueble recordatorio de sus glorias, la señora Gorostizaga -madre de Luis Úbeda, la primera y mejor pluma del movimiento indaliano- se llevó consigo el piano, cuyas notas salían a pasear todas las tardes por el bello jardín, un macetón de tierra elevado entre gruesos muros, ya colgante cuando se asomaba a la calle Real y que acabó convertido en una residencia de monjas dedicada al servicio doméstico, todo un guiño a aquellas señoras de gato y piano, venidas a menos y que encontraron en este caserón su penúltima morada.
Hace unos años el mismo lumbreras que perpetró el solado de la plaza de Careaga colocando allí unos familiares suyos, los adoquines en bruto, decidió noramala dar empleo en la calle Infanta a otros parientes, los tipuanas, feos árboles agandulados de flor anaranjada y pringosa ahora dedicados en tronco y rama a ocultar el monumento. Y nosotros tan frescos. Encantados de echar telones en nuestro escenario urbano. Como si nos sobraran palacios que enseñar."
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