sábado, 7 de agosto de 2021

PLAZA, PINGURUCHO Y ARBOLADO



PLAZA, PINGURUCHO Y ARBOLADO. 

Artículo de José Luis Ruz Márquez publicado en el periódico Diario de Almería de 15 de diciembre de 2019.

"El proyecto de sacar el monumento de los Coloraos de la Plaza Vieja ha originado una polémica a la que desde aquí me sumo, con el respeto a aquellos que, sin estar sometidos a la anteojera del aproveche político, mantienen un punto de vista distinto al mío que es favorable al traslado de árboles y monumento. Y lo hago con la misma ilusión que en los años setenta, cuando propuse y defendí el traslado del mercado de abastos con que la dictadura de Primo de Rivera había ocupado la Plaza Porticada de Berja y a la que al final tuve la satisfacción de ver recuperada como espacio urbano  tradicional.

Aquella plaza, víctima del "hórror vacui", del afán barroco por ocupar lo vacío, perdió hasta su identidad, oculta por elementos ajenos que lejos de mejorarla la desgraciaron, algo que suele suceder cuando nos metemos en las obras a enmendar la plana a sus creadores.

¿Mejoraría la Plaza Mayor madrileña con ponerle unas barreras de ficus que ocultaran a la vista sus arcos, los aportadores de movimiento y gracia al conjunto ? Está claro que no y afortunadamente  así lo entienden allí. Solo una proporcional estatua de Felipe III y un mobiliario hostelero de quita y pon, se vienen encargando de aportar solemnidad y animación a una plaza que se mantiene fiel a la idea de uso con que se formó: fiesta, mercado, celebración y, cómo no, prestigio municipal. La misma idea con la que se formó la nuestra y se formaron todas las plazas mayores de España.

Para justificar la permanencia de los árboles en la plaza no vale argumentar que "hace años que los tenía", cuando hace muchos más años que no, en el tiempo en que la llamaban del Juego de Cañas, cuando desde sus balcones se veían los lances toreros, el paso de la tropa o el trote de los caballos con plena comodidad, sin tener para ello la necesidad de apartar con la vista, ramas y hojarasca.

Del mismo modo que no cabe argumentar la permanencia de los árboles basándose en que se plantaron para defenderse del sol, problema que con los soportales ya tenía solucionado la nuestra y todas las plazas de su clase.

El amor al árbol no puede llevarnos a situaciones penosas tales como la plantación hecha en las estrechas calles del casco histórico que se llevó por delante el palacio de la calle Infanta, ocultándolo a nuestra vista con una maraña de árboles desgarbados.

Cuantos estamos por la retirada del árbol en busca de una visión completa de la plaza no somos sus enemigos; queremos su trasplante siempre que sea posible y cuando no, exigimos lo mandado por las viejas pragmáticas: que no se talara un árbol en tanto no se plantaran otros cinco de la misma especie... O diez, o veinte. Somos incondicionales del árbol, pero no de su ubicación. Así que no es cuestión de árbol sí o árbol no. Los árboles deben complementar la arquitectura pero en la medida justa, sin llegar al agobio de la obra que con ellos se quiere enriquecer. Ahora cuando los usos de la plaza no son los de antaño sino escénicos, turísticos y festivos, parece llegada la ocasión de dotarla de una ornamentación ligera, limitada a unos macizos con plantas y árboles de poca anchura que sean respetuosos con su visión global.

En el centro de la Plaza Vieja el blanco monumento a los Coloraos, copia casi exacta del primitivo, se somete al análisis del visitante que no tarda en detectar la inexistencia de favor mutuo: el Pingurucho queda ahogado entre las fachadas de la plaza, mientras esta resulta empequeñecida por las grandes dimensiones de aquel. Así que no tarda uno en recordar aquello de  "mucho marinero para tan poco barco", el dicho popular y reversible referido a la proporción, instinto innato que nos lleva a la crítica por la vía de la comparación.

Tiene difícil defensa la permanencia del monumento en la plaza argumentando que "ya estuvo allí años antes", pues aunque esto es cierto,  no lo es menos que no fue pensado para ella y existiendo como existía ya aquel espacio, no fue colocado allí cuando se hizo, sino que con anterioridad, en el último tercio del siglo XIX, estuvo en la Puerta de Purchena, en la culminación del Paseo, la única vía recta y moderna con que por entonces contaba la ciudad. Ubicación esta más acorde con la querencia que columnas, monolitos y obeliscos -"pinguruchos" para los almerienses- tienen por la perspectiva, por colocarse en el punto de fuga al infinito de paseos y avenidas, para desde allí cortar el horizonte con su verticalidad.

Todos sabemos lo que el monumento conmemora, como sabemos también que nada va a cambiar de su significado porque mude de barrio. Parece, pues, llegada la hora de que el Pingurucho, haciendo honor a la libertad que simboliza, escape del corsé de la plaza, ejerza su obligación de monolito y se "fugue" saltando a otro punto de la ciudad. Un punto digno, por supuesto, desde el que seguir recordando a los Coloraos. Si ya es inviable la puerta de Purchena, queda el arranque de la Rambla, junto al mar que los trajo, vestidicos de rojo, un día de San Bartolomé de 1824."

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